En la quietud de una mañana neoyorquina de 1959, un titular tímido apareció en los periódicos: Lisa Lane, campeona nacional de ajedrez. No era un escándalo, ni un suceso de gran interés mediático. Al fin y al cabo, ¿qué importancia podía tener que una mujer venciera en un mundo diseñado por y para hombres?
La prensa, en lugar de analizar sus jugadas magistrales, la retrató como un enigma, una excentricidad. No se hablaba de su visión estratégica ni de su audaz agresividad sobre el tablero. Se hablaba de su cabello, de su "feminidad inusual" para el ajedrez, de lo sorprendente que resultaba que una mujer pudiera destacar en "un juego tan cerebral".
Lisa creció en una época en la que las mujeres eran educadas para ser discretas, para no sobresalir demasiado. Pero en cuanto descubrió el ajedrez en una biblioteca pública de Filadelfia, comprendió que aquel mundo de 64 casillas era su refugio y su campo de batalla. No tenía derecho a la duda ni al error: cada movimiento suyo debía ser perfecto porque, si fallaba, no solo sería su derrota, sino la confirmación de que el ajedrez no era para las mujeres.
A los pocos meses, ya dominaba los clubes de ajedrez locales. Sus victorias eran recibidas con incomodidad. No faltaban las miradas de desdén, los suspiros de incredulidad, los jugadores que, tras perder contra ella, se excusaban con un mal día o con un descuido. "Seguro fue suerte", decían. Pero la suerte no ganaba partidas una y otra vez.
Cuando Lisa se consagró campeona nacional en 1959, el golpe fue demasiado grande para que la comunidad ajedrecística lo ignorara. Sin embargo, la forma en que el sistema intentó asimilarla fue despojándola de su identidad de jugadora seria. Le ofrecían entrevistas no para hablar de aperturas o finales, sino para preguntar sobre su vida amorosa, sobre qué pensaba de la moda, sobre si los hombres se sentían intimidados por su intelecto.
Aun así, Lisa no se dejó doblar. En 1960, viajó a Yugoslavia para enfrentarse a algunos de los mejores jugadores del mundo. Allí, la resistencia fue aún más feroz. Mientras sus rivales masculinos se preparaban con entrenadores y análisis profundos, ella se enfrentaba a la indiferencia del circuito internacional. Nadie parecía dispuesto a tomarla en serio. Pero ella no necesitaba validación; su ajedrez hablaba por sí solo.
En 1966, ganó nuevamente el campeonato nacional de Estados Unidos. Pero algo dentro de ella ya estaba cansado. No bastaba con ser la mejor, había que ser incuestionable. Y eso no era una carga justa. Lisa se retiró del ajedrez profesional, harta del ninguneo, harta de pelear más fuera del tablero que dentro de él.
Su historia, sin embargo, no terminó ahí. Lisa Lane no fue solo una campeona: fue una pionera. Fue la prueba viviente de que las mujeres podían y debían reclamar su espacio en el ajedrez y en cualquier otro terreno donde se les intentara excluir. Su resistencia inspiró a generaciones de jugadoras que hoy, gracias a su lucha, pueden disputar torneos sin que su género sea el foco de atención.
Las piezas han cambiado. Hoy, más mujeres que nunca toman el tablero con determinación, enfrentando no solo a sus rivales, sino a los ecos de un pasado que aún intenta susurrarles que no pertenecen allí. Pero ellas, como Lisa, saben que el jaque mate a la desigualdad se juega con cada movimiento desafiante, con cada victoria que rompe los viejos paradigmas.
Lisa Lane dejó el tablero, pero su legado sigue vivo en cada mujer que se niega a ser una pieza menor en un juego que alguna vez se les prohibió jugar.
De la serie de Relatos de Liberté sobre lucha, resistencia, resiliencia, inclusión y diversidad.